Artigo de Roberto Gargarella sobre como a pobreza, a desigualdade e o maltrato contínuos, estruturais, rasgam nosso tecido social. 

http://www.lanacion.com.ar/1717331-pobreza-desigualdad-y-maltrato

Pobreza, desigualdad y maltrato

Por Roberto Gargarella  | Para LA NACION

Comienzo con una breve anécdota personal, para reflexionar sobre la situación de violencia que hoy vive el país. Hace más de 20 años, completaba mis estudios en los Estados Unidos, en un contexto de dura violencia racial: eran los tiempos de “Rodney King” (un afroamericano pobre brutalmente golpeado por la policía, en un hecho que desató episodios de venganza y odio racial en todo el país). Recuerdo que, por entonces, alentaba a mis compañeros a visitar la Argentina, destacando la calma que distinguía a las calles del país: “A cualquier hora del día, en cualquier barrio, podés caminar tranquilo”, decía. Poco más de 20 años después, me sorprendo de lo que ya no puedo decir, de la necesidad de articular un discurso público opuesto a aquél.

El primer punto a señalar es que el país, hace unos años, era muy distinto al de hoy. Sin necesidad de idealizar o esconder una historia política marcada por la tragedia, lo cierto es que poco tiempo atrás, la vida cotidiana en la Argentina era otra, a tal punto que uno podía caracterizarla por la tranquilidad que se vivía en sus barrios. Quiero decir: los episodios de violencia cotidiana extrema que hoy padecemos son una novedad reciente, inimaginable años atrás. (Los demás países también cambiaron, algunos para mejor, otros para peor, otros de modo ambiguo. En los Estados Unidos, los índices de delincuencia bajaron mucho, aunque la violencia policial y militar, como los índices de encarcelamiento masivos, se mantuvieron o agravaron.)

Lo segundo tiene que ver con lo que cambió de hace unos años a hoy. Uno podría citar diversos factores (cambios políticos, integración con el mundo, políticas sociales), pero los principales se relacionan con rasgos estructurales. Es decir, los cambios no tienen que ver con más ni peores leyes; ni con la presencia de más o menos policías en las calles; ni con políticas judiciales más o menos “garantistas”. Si algo cambió radicalmente en estas décadas, ello tiene que ver -lo queramos admitir o no- con los niveles de pobreza extrema y desigualdad alcanzados, en poco tiempo, e impuestos desde el Estado sin el mínimo cuidado social.

Los cuatro elementos citados -pobreza, desigualdad, celeridad en el cambio, maltrato estatal- resultan igualmente relevantes en la construcción colectiva de la violencia. Simplificando la cuestión, sugeriría que la pobreza extrema cultiva formas de vida degradadas (vale la pena citar estudios como los de Javier Auyero, que muestran la manera en que los niños más pobres naturalizan los graves niveles de violencia con los que conviven); que la desigualdad genera resentimiento y enojo social (“por qué otros están tan bien y yo tan mal”?); que el maltrato promueve deseos de retaliación; y que el carácter “súbito” de estos fenómenos ayuda a radicalizar los sentimientos involucrados: hay pánico de caer en el “pozo social” y no levantarse más; hay enojo porque se conoce lo que significa vivir de otro modo; hay ánimos de revancha porque se advierte la injusticia de la situación. Es común hoy, entre amplios sectores, la sensación de que ni siquiera la vida importa: nada tiene mayor sentido. Por supuesto, la vida violenta no queda confinada a ciertos sectores sociales, de pobres y marginales. Es común, en los sectores más acomodados, la “compra” de violencia sexual (conocimos casos dramáticos en estos días); como es “natural” la explotación y esclavización de trabajadores; como son habituales la arrogancia y el desprecio hacia los que se cayeron o quedaron en el camino.

En definitiva, la dolorosa ola de violencia que padecemos no es “propia” de la Argentina: se trata de un fenómeno nuevo y reciente; no se reduce a inconductas individuales (personas que han “perdido su rumbo”): se trata de un problema colectivo; no está confinada a un solo sector social: se encuentra socialmente generalizada; no encuentra sus causas en leyes, actitudes o rasgos de carácter: se relaciona con factores estructurales, que tienen que ver con decisiones sociales y políticas. Finalmente, se trata de un problema relacionado con situaciones de desigualdad que -es mi impresión- no estamos dispuestos a enfrentar, y con maltratos que no se resuelven tirando (justificadas) asignaciones por hijo sobre la mesa de nadie (el dinero no ocupa el lugar del buen trato). Mientras no prestemos atención a estas cuestiones estructurales -conviene saberlo- no habrá mapas del delito, ni patrulleros nuevos, ni manos duras que empiecen siquiera a resolver el drama que vivimos.

El autor es abogado, sociólogo y especialista en derechos humanos